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Otrora el presidente de la SBYOPE, mi identidad actual es efímera y difícil de definir, inclusive para mí. He sido cegado por mi sed de sabiduría, y ahora pago por el soberbio deseo de tener el control absoluto del cuerpo humano.

lunes, 8 de noviembre de 2010

28 y 29 de Octubre. LA ECLOSIÓN

28 de Octubre
02:25
    Hoy fue el día. 
    La crisálida de Belcebú ya no late... se retuerce. Es una barrera apenas lo suficientemente fuerte para contener un cuerpo que ha de medir aproximadamente dos metros de largo y que pesa alrededor de 90 kilos. Cada vez que Belcebú se mueve, puedo escuchar cómo el líquido en el que está inmerso se agita violentamente de un lado a otro, produciendo sonidos burbujeantes. Cada vez está más agitado, más ansioso... está a punto de nacer.
    Pero no me refería a eso cuando he iniciado con la frase "Hoy fue el día". Me refería a que finalmente he concluido con la fase preponderante de mi proyecto. La crisálida de Belcebú me permitió al fin atravesarla con una aguja microscópica, tan fina que su punta se pierde en una célula sanguínea. He extraído por fin los quarks de mi creación.
    Maravilloso, diminuto y aún así increíblemente complejo quark Neo.
    Es tan pequeño, tan hermoso... es mío. Sólo mío. Y solamente necesito uno para consumir toda su información, todo su genoma, todo ese poder. Sí, creo que esa es la palabra. Creo que es por eso que he estado tan obsesionado con este proyecto. Sé que lo que obtendré será poder, el dominio absoluto de mi propia biología. ¡Seré el ser perfecto!
    Escribo estas palabras tecleando en mi ordenador con mi mano derecha. Mi mano izquierda no deja de temblar, sosteniendo la diminuta aguja que contiene el quark Neo que cambiará mi vida. No puedo esperar más. Voy a inocularme esta partícula ahora mismo... no siento nada... aún nada... creo que un ligero hormigueo... mi visión está borrosa... me duele la cabeza... me siento agotado, pero sigo sonriendo... siempre sonriendo...


29 de Octubre. LA ECLOSIÓN
    Todo pasó tan rápido, que he tenido que acomodar mis ideas durante horas para poder escribir estas líneas.
    ¿Como empezó el día? Al principio no recordaba bien, pero creo que desperté ante un ruido crujiente, continuo e insistente. Abrí los ojos y noté que mi visión estaba borrosa. Cerré mis párpados para enfocar mejor, pero sólo empeoró la situación. Me froté los ojos y fue entonces cuando me di cuenta que aún tenía los anteojos puestos. Éstos cayeron, y entonces me di cuenta de lo que pasaba. Veo perfectamente sin anteojos.
    Me sentí mejor que nunca. Fuerte, vitalizado, activo. Me estiré todo lo que pude, y noté que nunca antes me había sentido tan fuerte. Empecé a sentir una creciente e indescriptible emoción que se acentuó más al notar de dónde provenía el sonido que me había despertado.
    La crisálida empezó a abrirse. Primero lentamente, luego cada vez con más insistencia. Nunca antes me había sentido tan emocionado. Una fisura partió la parte superior de la crisálida poco a poco, de la cual brotó un espeso líquido tan oscuro como el aceite quemado, el cual se derramó hasta llegar al suelo de la cámara. Las paredes de la crisálida empezaron a vibrar, cada vez con más violencia, hasta que el vidrio mismo de la cámara de criogestación empezó a temblar.
    De la fisura surgió un hocico delgado y alargado, incurvado ligeramente hacia atrás. Luego surgieron unos ojos, unos increíbles ojos grandes divididos en esterigmas, como los de los insectos, pero con una mirada tan inteligente que me sorprendí de no estar viendo a un ser humano brotar de aquella crisálida.
    La parte superior de la crisálida estalló, desconectándose de todos los dispositivos que le había colocado. Vi entonces, por primera vez, la cabeza entera de Belcebú. Era como la de un caballo, pero más fina y con una serie de afiladas escamas erizadas en la parte posterior, en lugar de la melena usual de un caballo. Después emitió su primer sonido: era un gemido, un bello sonido que se prolongó como el lamento de una ballena, como un canto vibrante de una voz recorriendo un túnel generando eco a su alrededor.
    Belcebú entornó su cabeza, sostenida por un cuello elegante también de caballo, y observó todo a su alrededor. Finalmente, su mirada se posó sobre mí.
    No sé qué sentí en aquel momento, pero no puedo describirlo con exactitud. Fue como si estuviera conociendo a alguien con esa mirada. Conociendo a alguien que no es humano, que no podía ser humano. Claro que yo mismo ya no me siento humano, no desde que maté a... bueno, desde hace unos días. Permanecimos así un buen tiempo, hasta sucedió la tragedia.
    Belcebú emergió de golpe de su crisálida. Todo su cuerpo era el de un caballo, salvo que sus patas tenían unas afiladas garras curvas, como las del águila real, y su cola era reptiliana, escamosa y larga como un látigo, con una flecha formada por una membrana en la punta. Con una agilidad impresionante, empezó a tantear rápidamente las paredes de lo que había sido su incubadora. Después de unos segundos permaneció inmóvil y finalmente... sin previo aviso... clavó sus garras en el vidrio.
   El cristal, reforzado con acetato y ácido polivinílico y con 10 cm de espesor, se fisuró al primer golpe tan fácilmente como si lo hubieran golpeado con un martillo de una tonelada. Al segundo golpe, la mitad externa empezó a fragmentarse y al tercer golpe cedió. El suelo se inundó de miles de fragmentos de cristal que salieron despedidos en todas direcciones junto con la cáscara ahora vacía de la crisálida. Belcebú emitió otro de sus melodiosos gemidos. El sonido vibró en lo más profundo de mis tímpanos, casi obligándome a retroceder. Fue hasta entonces que parecí despertar de mi sueño, y reaccioné. Belcebú estaba libre. Sería muy peligroso si lograba escapar.
    Tomé una jeringa con un sedante y di un paso hacia delante estúpidamente. Belcebú brincó con una increíble agilidad hacia atrás, cayendo sobre uno de los escritorios y tirando miles de muestras al suelo. No separó sus ojos de mí ni un instante. Fue hasta entonces que pude ver sus pupilas, las cuales brotaron de la oscuridad de sus cuencas como si hubieran emergido de las profundidades de una laguna. Sus ojos eran tan profundos e inteligentes como los del águila real, con pupilas completamente dilatadas y alertas. Le aventé la jeringa con una precisión y destreza inusuales en mí que surgieron de algún instinto que yo no conocía, pero Belcebú desvió el proyectil a un lado con un movimiento de su larga cola. Después... me atacó.
    Repito que su cola era como un látigo. Subió hasta casi tocar el techo y luego descendió a una velocidad increíble, dispuesta a cortarme limpiamente en dos. No sé cómo me impulsé, pero brinqué a un lado con increíble rapidez, mientras la cola partía mi escritorio en dos de un solo golpe con un estrepitoso ruido.
    -Tranquilo, Belcebú- le dije. -No quiero lastimarte.-
   Belcebú me había entendido. Lo sabía. El sólo ver esa mirada penetrante, me denotaba que entendía mis intenciones. Pero también era rebelde... imponía su poder y autosuficiencia demostrando que nunca seguiría las órdenes de nadie, ni siquiera de la especie dominante de la Tierra. Eso me agradaba... siempre y cuando no comprendiera desobedecerme a mí también.
    -Sé que me entiendes- le dije. -Acércate a mí, no te haré ningún daño.-
    Me encontraba todavía de rodillas, y traté de incorporarme pero casi al instante el látigo volvió a partir el aire, dirigido justo hacia mi cara. Esta vez giré por el suelo a un lado y vi cómo la cola partía los mosaicos de marfil del suelo en mil pedazos. Belcebú volvió a brincar pero esta vez hacia la pared, clavando sus garras en el mosaico y trepando con una increíble agilidad. Su elegante cara no dejó de dirigir su mirada hacia mí, ayudada por su largo cuello que le permitía girar su cuerpo sin perderme de vista.
    Me levanté y corrí hacia otro escritorio, donde conservaba más sedantes. Belcebú apuntó su afilado hocico hacia mí y de él emergieron los cuatro tentáculos que tantas veces he descrito y observado ya. Los tentáculos se dirigieron hacia mí, extendiéndose al menos unos tres metros, hasta casi rozarme el brazo derecho. Aventé una silla, enviándola entre Belcebú y yo, para observar cómo los tentáculos la envolvían y la despedazaban como si fuera una astilla. Llegué hasta el escritorio, abrí un cajón y saqué todas las jeringas que vi. Tomé una y antes de poder introducir el medicamento, un tentáculo me asió fuertemente del tobillo y me levantó con una facilidad que me sorprendió. Belcebú me suspendió boca abajo y me acercó hacia él. Otro tentáculo alcanzó mi mano y la apretó con tanta fuerza que no pude evitar soltar la jeringa, la cual cayó al suelo con un ruido seco. Y el tercero... alcancé a ver el aguijón antes de que me alcanzara.
    Tomé el tentáculo con mi mano libre y lo mordí.
    Me impregné con sangre de color azul zafiro, incluso resplandeciente, pero no me importó. Mordí aquella estructura hasta arrancarle la punta. Belcebú emitió un rugido de dolor y sentí cómo los otros dos tentáculos me apretaban aún más, mientras me acercaban peligrosamente a la bestia.
    Una de sus patas, provista de tres de esas garras afiladas como guadañas, me intentó alcanzar de la misma forma que un felino intenta atrapar un objeto suspendido del aire. Me encorvé hacia un lado y esquivé el ataque, pero con el segundo zarpazo no fui tan afortunado. Las garras rasgaron la manga de mi brazo libre, cortando mi carne limpiamente. Sentí un dolor punzante que me obligó a jadear. Fue entonces cuando me di cuenta de que tenía la cabeza de Belcebú a escasos centímetros de la mía.
    Le asesté un puñetazo directo a la cara.
    Nunca había dado un puñetazo a alguien, además de que nunca he sido sobresaliente en ejercicios físicos. Pero supe por el sonido sordo de mis nudillos al chocar con el cráneo que había sido un golpe seco y certero. Los tentáculos me soltaron y caí al suelo, apenas con tiempo suficiente para apoyarme con las manos y evitar que mi cara impactara con el suelo.
    La adrenalina tenía activados mis sentidos al máximo. No perdí ni un instante, ni siquiera me molesté en hacer hemostasia en mi brazo, el cual se había teñido de rojo. Corrí y casi me tropecé un par de veces, pero recobré el equilibrio y esquivé otro coletazo de Belcebú para recuperar la jeringa que yacía a unos dos metros de mí. La alcancé justo en el momento que otro tentáculo me sujetaba de la cintura. Inyecté el sedante en la carne enseguida. 2 ml de propofol, una cantidad exagerada. Belcebú me volvió a jalar, levantó esta vez las dos garras y me atacó nuevamente.
    Detuve sus dos zarpas con mis manos. No entendí de dónde había obtenido la fuerza para contenerlo, pero no me molesté en averiguarlo en ese momento. Empecé a jadear, apretando la mandíbula con tanta fuerza que sentí como si mis dientes fueran a estallar. Pero aunque usé todas mis fuerzas, las garras de Belcebú empezaron a cerrar mis brazos poco a poco, acercándose a mi rostro, dispuestas a rebanarlo en tiras de carne. Y nunca, en ningún momento, dejó de dirigir su profunda mirada hacia mí, como deseando que yo viera y estuviera consciente de todo lo que sucedía.
    -No tiene que ser así, Belcebú- le dije entre dientes. -Déjame libre. ¡Suéltame!-
    Pero mi depredador no se detuvo. Sin piedad alguna, me agotó hasta que no pude contenerlo más y solté sus zarpas. Sentí como una me rasgaba el abdomen dejando unas largas tiras de piel colgando a mi costado, mientras la otra me rasgaba el lado derecho de la cara. Una de las garras me rozó el ojo, dejando una profunda herida atravesada pero sin dañarlo, aunque el dolor fue igualmente abrumador. Mi visión se nubló y mi alarido no pudo ser más desgarrador.
    Después me soltó.
    Caí secamente al suelo, sin fuerza alguna. Lo único que podía mover eran los ojos. Vi como Belcebú sacaba esos tentáculos de su hocico y los giraba sobre mí, sin tocarme, como si estuviera olfateando y disfrutando mi derrota. Sentí cómo la sangre brotaba de todas mis heridas, y poco a poco me quedaba sin vida. Mi respiración, sin embargo, recobró su ritmo habitual sorprendentemente rápido, por lo que parecía que estuviera yaciendo tranquilamente en el suelo de mi laboratorio. Listo para ser asesinado.
    Belcebú descendió lentamente por la pared como lo hace un tigre, hasta tocar el suelo y erguirse sobre mí. Acercó su cabeza a la mía, mirándome fijamente a los ojos. ¿Qué denotaba aquella mirada? ¿Acaso me estaba midiendo? ¿Estimaba que tanta carne obtendría de mí? ¿Mi sabor? No. Era algo diferente.
    Me estaba retando. Me estaba resaltando que había ganado. Algo, algún tipo de conexión latente, me decía lo que Belcebú pensaba. Me estaba mostrando cómo él tenía el poder, a pesar de haber sido yo su creador. Me estaba mostrando cómo no se dejaría vencer ni controlar fácilmente, cómo era superior a toda criatura viviente.
    Qué arrogante. Qué soberbio. Qué... magnífico. No pude evitar sonreírle. Esperé al último golpe, sin temerle a la muerte, pero en lugar de eso Belcebú desapareció de un salto y salió por la puerta de mi laboratorio.
    Casi al instante, escuché la alarma del laboratorio. La alarma que sonaba cuando detectaba material biológico-infeccioso libre por en las instalaciones de la SBYOPE.
    Mi visión se nublaba más y más, pero aún así el terror se apoderó de mí. ¿Qué he hecho? pensé. Había creado al ser perfecto, y parte de él yacía en mí. Pero ahora estaba libre, sin que nadie pudiera controlarlo. Deseé que no lo mataran. Que pasara lo que pasara, lo capturaran y lo estudiaran, que no lo mataran. Pero es mi creación.
    Belcebú...¿qué es lo que deseas? ¿A dónde vas?
    Perdí el conocimiento. Sentí la muerte aproximarse.
    Pero estaba equivocado.

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